El grito ahogado.

    La temperatura había bajado drásticamente. Sabía qué lo había provocado y no era la temperatura del exterior, que hubiera bajado de repente, sino que era su propio cuerpo dando paso al miedo. El motivo, era el ruido en el piso de arriba. Pum... Pum... Pum... Pum... A medida que aquel ruido se acercaba, su respiración se volvía más agitada, su pulso se aceleraba y su cuerpo comenzaba a temblar. Cerró fuerte los ojos conteniendo las ganas de salir corriendo, de gritar y no volver nunca a aquel lugar pero no podía hacerlo ya que había hecho una promesa, un juramento, unos votos. 

        Desde hacía algunos meses ese ruido se había convertido en su peor pesadilla, en su sufrimiento y en su calvario. ¿Por cuánto tiempo más tendría que soportar aquella situación? Pum... Pum... Pum... Pum...  Cada vez más cerca.

        Promesas y más promesas era lo que obtenía cuando suplicaba que parase, que no tenía la culpa de lo que había sucedido y que no era justo que tuviera que pagarlo. 

        No era culpa suya que lo despidieran por cese de negocio, como no lo era el que no encontrara trabajo, como tampoco lo era el que se hubiera equivocado con la marca de yogures, que no hubiera suficientes cervezas en la nevera, que su equipo de fútbol hubiera perdido por ese penalti fallido o que se hubiera retrasado con la cena, por haber salido tarde de trabajar e intentar ganar un dinero extra para hacer frente al pago de las facturas.  Acaso... ¿también era culpa suya ser amable y ofrecerse voluntaria junto con el resto de vecinos,  para mejorar las condiciones del vecindario? No podía salir a tomar una copa, a bailar, a divertirse con aquellas personas con las que antes salía a vivir la vida. Aquello hacía mucho tiempo que se había terminado. 

        Pum... Pum... Pum... Pum....

        ¿Cuántas veces habría pedido perdón sin tener que hacerlo? ¿Cuántas flores le había regalado? ¿Cuántas veces había besado sus heridas y lágrimas? ¿Cuantas veces le había dicho que le perdonara y que todo cambiaría? Todo era cuestión de etapas en la vida, de fases y que tenía que estar en las buenas y en las malas como lo había prometido. Todo mejoraría y sería como antes. ¡Mentiras! Todo mentiras. Había aguantado más de lo que merecía. Había soportado tantas humillaciones, tantos golpes, tanto dolor que ya era hora de poner fin a eso y aquel sería el día. Lo supo de inmediato cuando lo sintió levantarse de la siesta del piso de arriba, lo supo cuando lo escuchó dar tumbos por la casa aún con media borrachera encima pero sobretodo, lo supo cuando posó bruscamente su mano en su delgado hombro dolorido. 

        Ahora ya no sentía nada, ya no sentía dolor y por primera vez en muchos meses era libre pero... ¿a qué precio? Uno demasiado alto que ninguna mujer debía pagar. Supo que había cometido un grave error al dejar que aquello siguiera avanzando, no debió permitir nunca la primera humillación, la primera bofetada, el primer empujón, la primera paliza, el primer hueso roto... No debió permitir tantas cosas que ahora se deba cuenta de que solamente era culpable, de no haber dicho NO desde un principio y fingir ante los demás, que todo estaba bien y que eran un matrimonio feliz que solamente pasaba por una mala racha. Pero ahora ya era demasiado tarde porque se veía a sí misma tumbada en un ataúd de roble con el interior blanco de seda, rodeada de múltiples coronas florales de familiares, amigos, vecinos y conocidos. 

       De pie enfrente a su ataúd comprendió el error que había cometido. Los llantos de su madre golpeando el suelo en la que estaba sentada con aspecto demacrado lo demostraban, las lágrimas de rabia e impotencia de su padre intentando consolar a su mujer, demostraban el inmenso dolor en el corazón y en el alma. Ambos habían perdido a su única hija a manos de un hombre que se había suicidado después de haberla matado a golpes. 

        Paseando por el velatorio veía a sus amigos, familiares, conocidos... la vecina que la había acompañado una vez a urgencias en plena noche, el vecino de al lado que había escuchado todo en los últimos meses y que no había llamado a la policía, o aquel, que ni siquiera se había molestado en ofrecerle su ayuda para lo que necesitara y simplemente, se había limitado en mirar hacia otra parte. 

        Muchos se sentían culpables, muchos dirían que todo esto podía haberse evitado y que tenían que haber hecho algo para impedirlo. Que estaba muerta por el silencio de todos, pero no había más culpa, que la de ella misma por no haber dado voz a ese grito para hacerse escuchar. Sin darse cuenta, se había convertido en un número más, otra víctima que recordar, otra mujer que creía que aquello no era más que una etapa. Otra mujer había muerto víctima de la violencia de género por su grito ahogado.


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